El Fariseo y el Publicano
Continuación del Santo Evangelio según San Lucas.
(XVIII-9-14).
En aquel tiempo, dijo Jesús a
ciertos hombres que presumían de justos y despreciaban a los demás, esta
parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: el uno fariseo y el otro
publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior: ¡Oh Dios! te doy
gracias de que no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni
tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana; pago los diezmos de todo
lo que poseo. El publicano, al contrario, puesto allá lejos, ni aún los ojos
osaba levantar al cielo; sino que se daba golpes de pecho, diciendo: Dios mío,
ten misericordia de mí, pecador.
Os declaro pues, que éste volvió a su casa justificado,
mas no el otro; porque todo aquel que se ensalza será humillado, y el que se
humilla será ensalzado.
COMENTARIO:
Es esta una parábola cuya
moraleja tiene constantes aplicaciones, tanto en el orden físico como en el
espiritual, no menos que en el social, sea civil, sea religioso. Pues habiendo el Señor dotado a los
hombres de diversas maneras y siendo desigual la distribución de los talentos, es
lógico que haya desigualdad; pero lo que no cabe es que los que se sienten
mejor dotados desprecien a los menos favorecidos.
La razón íntima de esto es que
todo lo hemos recibido de Dios para procurar su gloria y negociar nuestra
salvación; quien se gloría, se apropia los dones recibidos, se inciensa a sí
mismo con el incienso que debiera tributar a Dios, en una palabra, comete un
robo a la gloria divina. Por esto decía San Pablo: “¿Qué tienes que no hayas
recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieses
recibido”? (I Cor. IV-7).
Si gozamos de ventajas
corporales, las recibimos para ayudar a los débiles; si de riquezas, para favorecer
a los pobres; si de una inteligencia esclarecida, para enseñar con caridad al
que no acierta; si de una voluntad férrea, para fortalecer a los pusilánimes. .
.
Si así se emplearan los talentos,
se habría logrado el perfecto equilibrio de la interdependencia social que Dios
pretende, y nunca el prepotente hubiera despreciado a los pequeños, ni
lamentáramos la reacción de los oprimidos en una funesta lucha de clases.
Pero tiene esta parábola una
aplicación más sutil cuando miramos el aspecto espiritual: a veces las personas
que se dicen virtuosas desprecian a las que consideran pecadoras. ¿No saben que
la misma virtud es un don de Dios enteramente gratuito, y que sin su gracia no
hubieran jamás logrado su conversión?.
Piensen estos tales que, si los
que actualmente les parecen pecadores, hubieran recibido la misma gracia que
ellos, tal vez hubieran correspondido mejor y darían mayor gloria a Dios.
Sin embargo, un abismo de
misterio se cierne sobre esta pregunta: ¿Porqué ellos no han sido favorecidos y
yo sí?
La respuesta debe ser un profundo
anonadamiento que se traduzca en gratitud a Dios y compasión para con el
prójimo.
Hay todavía un aspecto más
profundo en estos misterios: el don de la fe. Nosotros, Católicos, hemos
recibido de Dios, sin mérito de nuestra parte, la luz verdadera que se halla en
nuestra Iglesia, mientras que millones de hombres nacen en las tinieblas del ateísmo,
de las falsas religiones o en la penumbra de una fe desviada y raquítica.
La Iglesia no se ensoberbece de
su preciado don: ama a los descarriados y los busca; y si a veces prohíbe a los
fieles tratar con ellos, no es para infundirles odio por esas almas, sino para
preservarlos del veneno que destilan, pues sabemos bien que el demonio no se
contenta con perder a esas almas, sino que las toma de instrumento para perder
a las demás.
Tal es el triste caso de los pobrecitos
protestantes, que desearían la destrucción de la Iglesia, y más todavía el de
los que, habiendo sido en un tiempo católicos, han apostatado de la fe: la
ponzoña que llevan en sus almas los vuelve frenéticos propagandistas de la herejía
y pretenden inyectar su virus a los incautos que se les acercan.
Pero este miserable estado espiritual,
lejos de infundirnos desprecio por sus almas, debe darnos compasión: como se compadece
la madre que ve a su hijo atormentado de terrible fiebre que le hace delirar,
como se compadecía el padre del lunático, como se compadecía la cananea por su
hija, los cuales, sin contaminarse del mismo mal, hicieron suyos el dolor y la
desgracia de sus seres queridos y rogaron a Cristo hasta lograr su curación: “compadécete
de nosotros”, clamaba aquél , derramando lágrimas; y mejor todavía la Cananea: “ten
piedad de mí, que mi hija es atormentada del demonio. . ."
Roguemos a Dios por nuestros
hermanos separados y no los despreciemos. ¿Quién sabe sí, reconociendo su mal,
se acerquen a Dios y por su humildad regresen justificados a la Casa de Padre
Celestial?
NOTAS:
Fariseo.- La asociación religiosa de los “santos” o “Compañeros”
era antiquísima. Con toda certidumbre se la identifica durante el reinado de
Juan Hircano (153-104 a.c.). Posteriormente se les llamó fariseos. Eran
estrictos en la observancia de la Ley y las tradiciones aunque la mayor parte
de ellos (no todos) llegaban al escrúpulo y al exhibicionismo frecuentemente
reprobado por Jesús. (Consultar Math. XXIII).
Publicano.- El publicano de nacionalidad judía, como se supone
que sería el de la parábola, era “exactor” o agente subalterno de los
recaudadores de impuestos que por lo general eran extranjeros. Como su oficio
se prestaba a la extorsión y al fraude, eran considerados como pecadores
públicos y se les negaba el trato social como impuros. Eran odiados de los
judíos como renegados y traidores por estar al servicio de Roma.
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