La participación de la Naturaleza Divina comienza aquí en la
vida terrenal del hombre bautizado, pero tendrá realidad completa en la
Bienaventuranza eterna. Sea aquí o sea allá, la distancia que hay entre Dios y
nosotros es infinita. Pero la diferencia de nuestra parte es que en el Cielo le
contemplaremos "cara a cara", en tanto que aquí le vemos como en
espejo. (Cf. I Coro XIII-12). En el Cielo la comunicación será directa aunque
no exhaustiva; en la vida mortal, Dios salva esa: comunicación acomodándose a nuestra
capacidad de conocer, entender, amar y gozar.
Bajo estas premisas, se ha dignado revelársenos en Sí mismo y
en sus atributos; para que conozcamos con certeza su existencia y sepamos con evidencia
que es infinito en toda perfección y Causa Primera de todo cuanto existe.
Esta es la razón de ser de la Divina Revelación.
Pero el modo con que ha revelado ha sido por imágenes
proporcionadas a nuestro modo de conocer y a las relaciones de nuestro
conocimiento con el orden creado.
Queda así lo Divino en Sí mismo, en su propia luminosidad.
Mas al pasar a nosotros, pasa con cierta obscuridad divina; porque; aun
elevados al orden sobrenatural, sólo captamos lo divino hasta los límites que
alcanza la creatura.
Y vamos más allá. Dios usa para con nosotros una
pedagogía adecuada a nuestro modo de conocer: nos va educando, instruyendo,
llamando sin forzar nuestra libertad, ni aturdir nuestra atención, ni
deslumbrar nuestro entendimiento. Y como nuestro conocimiento es por
testimonios de los sentidos o de testigos, establece a la Iglesia y su
Magisterio, en quien deposita su Revelación y a la que hace garante de la verdad.
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