jueves, 10 de noviembre de 2016

Continuación del Santo Evangelio. . . (cont.)


Resurrección del hijo de la Viuda de Naím

Continuación del Santo Evangelio según San Lucas (VII-11-16).

En aquel tiempo iba Jesús camino de la ciudad llamada Naím, y con El iban sus discípulos y mucho gentío.
Y cuando estaba cerca de la puerta de la ciudad, hé aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; e iba con ella gran acompañamiento de personas de la ciudad.
Así que la vió el Señor, movido a compasión, le dijo: No llores.
Y acercándose tocó el féretro, (y los que lo llevaban se pararon). Dijo entonces: Mancebo, Yo te lo mando; levántate.
Y luego se incorporó el difunto y comenzó a hablar. Y Jesús lo entregó a su madre.
Con esto quedaron todos penetrados de un santo temor y glorificaban a Dios diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo.

Comentario:

¿Quién es ese hijo muerto y quién esa Madre desolada?

El hijo eres tú y tu muerte es el pecado.

La Madre es la Iglesia y su desolación es causada por tu pérdida.

Incorporados al Cuerpo Místico de Cristo por el Bautismo, vivimos la vida sobrenatural por la gracia. El Cuerpo místico es la Iglesia, que es vivificada por la acción del Espíritu Santo, así como nuestro cuerpo material lo es por nuestra alma.
Cuantos hemos sido bautizados pertenecemos al Cuerpo de la Iglesia, como las células al organismo que forman. Si conservamos la Gracia del Bautismo, no sólo formamos parte del cuerpo, sino también somos vivificados por el Espíritu.

Sin embargo, cesa en nosotros esa vida espiritual si el pecado mortal mata nuestra alma. Pero no dejamos de pertenecer al Cuerpo Místico, pues estamos bautizados, aunque sólo permanezcamos en él como células paralizadas e inactivas, o por mejor decir, células muertas.

La Iglesia, Nuestra Madre, no nos deja; nos cuida como hijo único y eleva a Dios sus ruegos, lanza sus gemidos, derrama sus lágrimas, pues sea en gracia o en pecado, el Bautismo nos hace hijos de la Iglesia; si en gracia para participar plenamente de las gracias en merecimiento de congruo; si en pecado, por beneficio divino somos resguardados de peores caídas, conservados en la fe, y somos ayudados de las preces y méritos de nuestros hermanos para alcanzar de Dios nuestra conversión, aunque con mérito de condigno, es decir, por la sola misericordia de Dios y sin merecimientos de nuestra parte.

Que somos siempre de la Madre Iglesia, lo prueban estas palabras del Apóstol: "Sive enim vivimus, sive morimur, Domini sumus": "Sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos". Lo cual confirma aquel texto del Libro de la Sabiduría que citábamos en otra ocasión: "Si pecáremos, tuyos  somos aunque por esa causa habremos de experimentar la fuerza de tu poder y tu grandeza en castigarnos; y si no pecamos, sabemos que con mayor razón nos cuentas en el número de los tuyos" (Sap. XV-2).

El pecado deja nuestra alma inactiva en orden a la gracia, como lo estaba en orden a la vida el cadáver del mancebo de que trata el Evangelio. Y así como la resurrección de ese joven no se logró por sus méritos sino por los de su madre, así también el pecador no puede, de suyo, alcanzar la gracia ni pedirla ni percibirla, si un impulso de fuera (los méritos de Cristo administrados por la misericordia divina mediante la Iglesia) no le visita. Ya dice el Apóstol San Pablo: "Nemo potest dicere Dominus Jesus nisi in Spiritu Sancto" "Nadie puede decir Señor Jesús (en orden a su salvación) sino por (la fuerza de) el Espíritu Santo". (I Coro XII-3).

¡Qué estado tan miserable es el del pecado! ¡Y qué fuerza impetratoria la de la Iglesia para alcanzar los méritos de Cristo! Bástale con presentarse llorosa; bástale con ofrecer al Padre los méritos de Cristo, a Cristo los de María, los de San José y los de los Santos; bástale mostrar las lágrimas de los penitentes, las oraciones de los contemplativos, los trabajos de los misioneros. . .

Jesús, compadecido, detiene en su carrera el féretro de la culpa en que ese cadáver espiritual es conducido al sepulcro del infierno, y, hablando en nombre propio, logra la conversión del pecador, más portentosa que todas las resurrecciones físicas.

Oh madres, llorad la muerte espiritual de vuestros hijos más que gloriaros de su salud corporal, como lo hace la Iglesia con los que pecan, y Jesús se compadecerá de vuestras lágrimas.

Oh pecadores, detened vuestra carrera de maldad y escuchad los gemidos de la Iglesia vuestra Madre; acudid a sus méritos y Jesús, por sus lágrimas, con voz omnipotente os devolverá la vida de la gracia.


NOTAS:


Naím.-Se encontraba este poblado en Galilea. Su topografía se localiza junto al monte Hermón, cerca del monte Tabor.

Cuerpo Místico.-Es una preciosa expresión con que San Pablo señala la íntima relación y solidaridad espiritual de Cristo con los Redimidos. (Consultar Rom. XII-5; I Coro. X-I6-17; XII-13,27; Eph. I-23; II-16;IV-4, etc.). La revelación de este misterio es "recibida primeramente de labios del mismo Redentor, por lo que aparece en su propia luz el gran beneficio, nunca suficientemente alabado, de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza ..." (Pío XII Mystici Corporis I). (Consultar Jn. XV-1-8)


Mérito en general.-Es la propiedad de la acción humana por la cual es digna de premio o castigo. – Cuando una obra buena ha sido realizada de modo sobrenatural, merece recompensa sobrenatural. Consultar Rom. II-6; Math. XVI-27). - Se llama mérito de condigno o de justicia al derecho que por una obra buena sobrenatural tiene el justo a una recompensa sobrenatural, porque Dios así lo ha prometido. - Mérito de cóngruo o de conveniencia es un mérito que no da derecho, en justicia, al premio sobrenatural, aunque sí dispone a Dios a concederlo.