Jesús Llora Sobre Jerusalén
Continuación del Santo Evangelio
según San Lucas. (XIX, 41-47).
En aquel tiempo, acercándose
Jesús a Jerusalén, al ver la ciudad, derramó lágrimas sobre ella, diciendo:
jAh; si conociéses también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que
puede atraerte la paz! mas ahora todo ello está oculto a tus ojos. Porque
vendrán días sobre tí, en que tus enemigos te circunvalarán, y te rodearán de
contramuro, y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán, con los hijos tuyos
que tendrás encerrados dentro de tí, y no dejarán en tí piedra sobre piedra;
por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado. Y habiendo
entrado en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en
él, diciéndoles: Escrito está: Mi casa es casa de oración; mas vosotros la
habéis convertido en cueva de ladrones. Y enseñaba todos los días en el Templo.
COMENTARIO:
Hecho extraño en verdad, pero
cierto, que la fortaleza de los Cielos sin cuyo concurso no se hizo nada de
cuanto existe, derrame lágrimas sobre la ciudad deicida. Pero no son lágrimas de
impotencia sino lágrimas de dolor, a causa de los pecados de ella y de su
obstinación en la maldad.
Casi en vísperas de consumar la
redención con su muerte, ve con mirada profética que, para muchos, su sangre
será inútil y su muerte un frustrado sacrificio. Los vítores de Hosanna se
convertirán en rugidos de repudio: Tolle, Tolle!, y las aclamaciones de
Benedictus serán, horas más tarde, la gritería del ¡Crucifícale!, ¡Crucifícale!.
Por eso llora Jesús. Y así podrá
llorar sobre nosotros si, repitiendo nuestros crímenes, nos obstinamos en el
mal.
Pero es muy significativa la observación
que hace de la última oportunidad que ofrece a Jerusalén para su conversión y
que ella no aprovecha: "¡Si conocieras también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la
paz... !"
Notemos que la voluntad salvadora
de Dios reduce al mínimum el esfuerzo del pecador para convertirse y lograr su
salvación.
Lo pasado ha pasado; los pecados
han sido cometidos y son hechos cuya existencia histórica no es posible
aniquilar; ni nos es dado volver a vivir para borrar nuestra conducta, como quien
hace volver una cinta magnética ya grabada para grabar nuevamente en ella y
borrar con la nueva grabación los errores antes grabados. La vida no se repite.
La reversibilidad del tiempo es una quimera.
Cuanto a una futura conversión,
es también una temeridad, pues nadie puede prometerse larga vida, ni siquiera
el día de mañana.
¿Qué nos queda, pues, del tiempo?
Sólo el momento presente, punto
indivisible, que es el límite, el nexo de unión entre el pasado y el futuro.
Este es, precisamente, el momento
que Jesús llama: "este día que se
te ha dado", En este momento
debe operarse nuestra conversión, pues corremos peligro de no contar con el siguiente.
Y cuando nos hayamos convertido, Dios obrará el milagro que no podemos realizar
nosotros: hará del tiempo irreversible una mutación: borrará nuestros pecados
no en cuanto son un hecho histórico, sino en cuanto han gravado nuestra
conciencia y merecen penas eternas.
¡Oh, si las lágrimas de Cristo
derramadas sobre nuestra alma obraran nuestra conversión!
Lávame más y más, Señor, de mi
iniquidad; rocíame con tus lágrimas y seré limpio; y mi alma blanqueará más que
la nieve. (Salmo L).
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