jueves, 10 de octubre de 2013

Las bienaventuranzas (cont).

4a -a) "Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia ... "-Rodeado, como estaba, el Maestro, de pobres y menesterosos, es probable que haya tomado como base la indigencia que se inclina a la búsqueda de los satisfactores materiales, para elevar a sus oyentes a otra hambre y otra hartura, las de los bienes espirituales.

Así lo haría a la Samaritana, apartando sus deseos de agua terrena y orientándolos hacia el Agua de la Gracia, no porque reprobara el procurar un sostén temporal, sino para que conociera y deseara los bienes sobrenaturales: "Todo el que bebiere de esa agua tendrá sed otra vez; mas quien bebíere del agua que Yo le diere, no tendrá sed eternamente, sino que el agua que Yo le daré se hará en él fuente de agua que salte para la vida eterna" (Jn. IV-13-14).

De igual manera procedería después con las turbas deseosas de volver a saciarse con pan material; sin reprobar este afán, lo subordinaría: "Trabajad no por el manjar que perece, sino por el que dura hasta la vida eterna, el que os da el Hijo del hombre" (Jn. VI-27).

Así, sin reprobar los afanes temporales por instaurar con medios lícitos un mayor equilibrio en la sociedad humana, Jesús llama la atención hacia la justicia del Reino de los Cielos, que es la santidad y perfección de la era mesiánica: la Justicia. Lo material debe estar subordinado a lo espiritual, lo temporal a lo eterno, según su sentencia en que fijaría el orden de los valores: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mth. VI-33). Posteriormente, en las parábolas de la Perla rara y del tesoro escondido, nos encarecerá Jesús el aprecio que nos debe mover a la posesión de la Gracia y la Virtud. (Cf.Mth. XIlI-44-46).

El hambre y sed de las cosas divinas es una derivación del Don de Fortaleza, pues quien la siente, de Dios la recibe, y se afana valerosamente por lo divino anteponiéndolo a las cosas temporales, como dice el Sabio: "La antepuse a los cetros y a los tronos y en su comparación en nada tuve la riqueza, ni equiparé a ella piedra alguna inapreciable, pues todo el oro, a su lado, es una poca de arena, y como lodo será estimada la plata frente a ella" (Sap. VIII-8-9).

Este es el don que han recibido. aquellos que, cumplidas las obligaciones primordiales de los Mandamientos, son llamados con vocación sobrenatural a la observancia supererogatoria de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia: "Si quieres ser perfecto ... " invita a Jesucristo. (Mt. XIX-25).

b) " ... porque ellos serán saciados".- Este segundo hemistiquio nos confirma en lo anteriormente asentado: de que no es la justicia temporal, conmutativa, distributiva o social, aquella de que trata Nuestro Señor (si bien esas son consecuencias de ésta); pues si así fuera, todos los que procuraran la justicia de los pueblos, recibirían en la tierra la satisfacción temporal a sus esfuerzos. Por otra parte, ¿no fueron los justos vituperados y "descalificados sus trabajos?" (Sap. V-1; Cf. III-13). Y el Justo de los justos, ¿no fue eliminado de entre los vivientes con la mayor injusticia que registra la historia? Luego no hay saciedad en esta vida ni Dios la promete de bienes temporales.

La justicia social es algo incompleto, pues se afana por bienes pasajeros; no alcanzará jamás la perfección, porque. el cuerpo moral no tiene vida futura: se desarrolla entre las contingencias de lo presente. Mas la justicia de los bienes sobrenaturales, es decir, la santidad, que es equilibrio entre la vocación ínmortal de cada alma y los bienes espirituales que recibe y hace fructificar, es perfección y alcanza en los cielos su hartura y saciedad perfectas; pues siendo Dios la perfección por esencia, es el manantial infinito de toda justicia y santidad.

Esta satisfacción plena de la virtud y la gracia comienza en esta vida para el alma fiel, dando el Señor un anticipo proporcional que le dispone a la plenitud del cielo. De ahí la alegría de los santos, la seguridad de sus pasos, la serenidad de su semblante, y el avanzar de virtud en virtud hacia la plenitud del cielo, tal como la vislumbraba el Apóstol: "... comprender con todos los santos qué cosa sea la anchura y longitud y alteza y profundidad. . . colmados de toda plenitud cuyo hito sea la plenitud de Dios" (Eph. III-18-19).

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