miércoles, 9 de octubre de 2013

Las bienaventuranzas (cont).

3a - a) "Bienaventuradoslos que lloran ... " -Los que lloran son los que derraman lágrimas, y éstas, o brotan de los ojos en fuerza del dolor moral, o se ahogan en los abismos más profundos del corazón.

No todas las lágrimas merecen bienaventuranza, sino únicamente las lágrimas que engendra aquella tristeza sobrenatural de que habla el Apóstol a los Corintios: " ... porque la tristeza según Dios -explica el de Tarso- obra arrepentimiento para salud, en que no cabe pesar" (II-VII-10).

Este mundo es llamado "valle de lágrimas", por cuanto "los desterrados hijos de Eva" hemos sido sentenciados al trabajo y al dolor. Mas para que nuestros sudores y penas no sean infructuosos, es menester darles sentido, sufriendo en espíritu de penitencia y en absoluta conformdiad con la Divina Voluntad. Este
discernimiento sobrenatural hace de esta Bienaventuranza una derivación del Don de Ciencia.

Con esta base, todo lo que nos acontezca, sea previsto o inesperado, afecte al cuerpo o al alma, verase como venido de la Mano Paternal del Creador, quien sólo quiere nuestra salvación eterna y dispone estos medios para conseguirla. La tribulación será bendecida como una "visita" de Dios, y nos sentiremos indignos de ella, como se consideraba aquél gran atribulado que clamaba desgarrado de dolor: "¿Qué es el hombre para que tanto le estimes y fijes en él tu atención, para que le visites cada mañana y a cada momento le pruebes? (Job VII-17-18).

b)  " ... porque ellos serán consolados" .-La misma disposición sobrenatural de los atribulados que lloran con mérito sobrenatural, es ya una gracia de consolación, pues sólo por la fuerza divina de la gracia puede elevarse y ennoblecerse la precaria condición de la criatura contingente.

El convencimiento de la visita de Dios en cada tribulación, es de tal modo consolador, que llegan a bendecirse las cruces y se llega a exclamar como exclamaba la Mística de Ávila: "O padecer, o morir".

El persuadirse de que las penas son preservativo y seguridad a nuestra alma, consuela como se consolaba el pacientísmo Job: "Tu visita custodió mi espíritu" (X-12), confesaba agradecido.

La certeza de que nuestras penas y lágrimas nos configuran al "Varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento" (Is. LIII-3; Cf. Phil. III-10), en cuya cruz vivía místicamente San Pablo, quien en éxtasis de entrega traslucía: "Con Cristo estoy crucificado" (Gál. II-19).

El saber que nuestras lágrimas no han sido provocadas por el vacío y la decepción que deja el pecado, "tristeza del mundo que engendra muerte" (II-Cor. VII-10), sino precisamente por el rechazo del mundo, conforme la sentencia del Señor: "Vosotros lloraréis y os lamentaréis y el mundo se regocijará; vosotros
os afligiréis, pero vuestra aflicción se tornará en gozo" (Jn. XVI-20).

El saborear las lágrimas de la compunción en la penumbra silenciosa de nuestro corazón, tranquila, mansa, lentamente ... ; convencidos del perdón y la misericordia divina, rociando nuestra conciencia con nuestras propias lágrimas como de hisopo que purifica, así como lo pedía el Penitente David: "Rocíame con hisopo
y seré limpio; lávame Tú y quedaré más blanco que la nieve" (Ps, L-9).

El esperar a nuestro Redentor en su segunda venida, Quien vendrá a enjugar para siempre nuestras lágrimas, pues ha quedado empeñada su promesa: "Erguid y alzad vuestras cabezas, pues se llega vuestra redención" (Luc. XXI-28). 

Pero el consuelo sobrenatural será sempiterno en el cielo al contemplar la esencia del mismo Dios; que si los vestigios de su presencia inundaron nuestra alma de consuelo en este mundo, ¿cuál habrá de ser nuestro gozo al contemplarle "cara a cara"? (I Cor. XIII-12).

Allá, Dios "enjugará toda lágrima de (nuestros) ojos, la muerte no existirá ya más, ni habrá ya más duelo ni lamento, ni dolor, porque las cosas (de ahora habrán) pasado" (Apoc. XXI-4).


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