miércoles, 19 de marzo de 2014

Devocionario para Cuaresma y Semana Santa (cont).

III ESTACION.

Jesús cae por primera vez.


"Procidit in faciem suam ... " (Mth. XXVI-39).

"Cayó sobre su rostro".



Así como en el Huerto, así también frente a la "Puerta Judiciaria" ha caído Jesús. En el huerto, por el peso de tus pecados; en el camino del dolor por el peso de la cruz que tus pecados fabricaron.

Y cayó sobre su rostro, el más hermoso entre los hijos de los hombres, no sólo por lo largo y pesado de la cruz, sino sobre todo por la pena de llevar sobre sus hombros divinos el cúmulo de maldades que enlodaron la gloria de su Padre.

¡Cuánto pesan los pecados!

El pecado mortal es de gravedad que alcanza proporciones de infinito, porque infinita es la majestad de Dios a quien ultraja.

Su peso, al gravitar sobre la responsabilidad del Redentor, que ha salido fiador ante su Padre, es capaz de rendirlo.

Mas no por eso desiste del propósito de redimirte; se levanta y sigue voluntariamente hacia la muerte.

Y tú, agobiado de tus propios, pecados, ¿seguirás pecando? ¿Tu propósito de apartarte de la salvación, será más poderoso que el de Cristo en conseguírtela?

(Meditación ... etc.).


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IV ESTACIÓN.

Jesús encuentra a su Santísima Madre.



"Juxta crucem Jesu, Mater ejus" (Jn. XIX-25).

"Junto al tormento de Jesús, su Madre".



No solamente al pie de la cruz, como reza el Texto Sagrado a la letra, sino "junto al tormento de Jesús" -como podemos lícitamente traducir en sentido acomodaticio- se hallaba su Bendita Madre.

El tormento comenzó en las entrañas de María, tanto por la humillación de la encarnación, como por las contingencias del desarrollo somático, y María era una sola cosa con El. El tormento continuó en su vida privada y en su ministerio público y María allí estaba. El tormento culminó en el juicio, en el camino al Calvario y en la Cruz y allí se encontraba María.

Contempla, alma mía, a la Madre que, fijando su mirada en los ojos de su Hijo, le entrega el corazón dolorido. Contempla a la vez los ojos del Hijo que beben sedientos de consuelo, esa figura bendita y, con ella, el alma inmaculada para guardarla en el fondo de su ser... ¡Diálogo mudo pero elocuente!

Y el Hijo, que permitió ser confortado por un ángel en el huerto (Luc. XXII-43), recibe aquí fortaleza de su Madre; y la Madre se lleva clavada la pasión del Hijo tal como lo había profetizado el anciano Simeón (Luc. II-3S).

Madre mía, que mi penitencia enjugue una sola de tus lágrimas para que mi alma se impregne de tu pena.

(Meditación ... -etc.).


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V ESTACIÓN.


Simón Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz.


"Exeuntes autem invenerunt hominem Cyrenaeum, nomine Simonem: hunc angariaverunt ut tolleret 
crucem ejus" (Mth. XXVII-32).

"Y cuando salían, encontraron un hombre de Cirene, por nombre Simón; a éste le requirieron 
para que llevase su cruz".



Simón era un pobre hombre, un transeúnte cualquiera (Mc. XV-21) a quien la Providencia Divina depara la dicha incomparable de ayudar a Jesús a llevar la cruz. Parece una casualidad, pero no: es una disposición de la Provídencia.

Pero Simón no comprende esta gracia, porque teme la maldición con sólo tocarla, conforme aquello de la Escritura: "Es maldito de Dios aquel que pende del madero" (Dt, XXI-23); es necesario obligarle. Mas poco a poco, al contacto con esa prenda consagrada por la Sangre del Hombre-Dios, se convence que en la cruz ha encontrado su bendición y salvación por los méritos de Aquel que, tomando sobre Sí la maldición que a nosotros correspondía (Gal. III-13), va a ser clavado en ella.

Y tú, alma mía, que vagando por la vida abominas del dolor, ¿no ves la mano de la Providencia cuando a tu paso te sale la cruz? ¿No ves en ella al Buen Jesús que, llevándola a cuestas, sólo te pide que la toques, como condición para salvarte?

¡Oh, Jesús mío! Aunque mi flaqueza se acobarda, concédeme participar de tu Cruz en la tierra para poder glorificarte en la eternidad.

(Meditación ... etc.).


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VI ESTACIÓN.


La Verónica enjuga el rostro de Jesús.


"Circumspexi et non erat auxiliator: quaesivi et non fuit qui adjuvaret" (Is, LXIII-S).

"Miré en torno mas no había auxiliador; busqué y no había quién me ayudara".



Contempla, alma mía, la hermosa pero afligida y doliente figura del Salvador en ese lúgubre cortejo del Viernes Santo. Viólo en espíritu el Profeta Isaías y preguntóse admirado: "¿Quién es este que viene de Edom, rojos los vestidos de Bosrá... ?" Y dirigiéndose al Mesías: "¿Por qué está roja tu vestidura?" (Is. LXIII-1-2).

No sólo se ha enrojecido la blanca túnica inconsútil con la sangre del Señor, sino también su hermoso rostro y sus mismos ojos: de El escribe el mismo Profeta: "no tiene -ya- ni apariencia ni belleza". (Is. LIII-2). ¡Así le atormenta la corona de espinas que abre fuentes a la preciosa sangre, y de tal modo le han abofeteado los esbirros que no le han dejado parte sana! (Is. I-6).

Jesús, en cambio, con mansedumbre sobrehumana, camina llevando trabajosamente su cruz. El pueblo le rodea con sádica curiosidad, pero nadie le compadece; cúmplese en El la profecía de Isaías: "Miré en torno, mas no había auxiliador: busqué y no hubo quién me ayudara".

Pero sí, Jesús. He aquí a una alma valiente que rompe el cerco de soldados y con su toca enjuga tu divino rostro. Y tú, Rey magnánimo, en premio le regalas tu imagen ímprimíéndola en tres pliegues de ese lienzo ...

Jesús, que yo te confiese públicamente rompiendo el cerco del respeto humano: Tú, entre tanto, graba tu imagen dolorida en el tosco sayal de mi alma ...

(Meditación" , etc.).



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