jueves, 6 de marzo de 2014

Devocionario para Cuaresma y Semana Santa (cont).

QUINTO DÍA.
Elevación al orden sobrenatural. La Gracia, la Iglesia, los Sacramentos.



La obra maestra de la Creación, plasmada a imagen y semejanza de su propio Creador, había sido encuadrada dentro de su plan también magistral: confirmación en gracia después de la prueba y su traslado en cuerpo y alma a la Bienaventuranza eterna.

Mas este plan inicial, trastornado por el pecado, ha sido restaurado por Cristo, cuya humillación le ha valido creces y ventajas infinitas sobre el plan primitivo.

El haber tomado nuestra naturaleza humana, el habernos llamado hermanos, el haber padecido por nosotros, el habernos enseñado personalmente como Palabra eterna del Padre, el haber sanado nuestras dolencias y llorado nuestras lágrimas y desventuras ... todo esto es honra incomparable para nosotros. Pero es sin duda más sublime el habernos dado la Gracia, porque ésta nos eleva a un plano sobrenatural que sólo por favor y gran dignación puede concedérsenos, y ésa supliendo nuestra natural deficiencia mediante una elevación al orden de lo divino.

La Gracia es, en efecto, un ser divino, un existir en Dios y de Dios; una participación de aquello que es Dios, que San Pedro define como "una participación de la divina naturaleza" (Cf. II Petr. I-4): sin dejar de ser humanos se ha trasfundido en nosotros la vida de Dios.

La Redención, consumada en la Cruz y confirmada en la Resurrección, ha rescatado al mundo, a la Creación entera, a todas las generaciones de los hijos de Adán. Esta Redención abarca globalmente a todos, pero la libertad humana exige que su aplicación sea meritoria: cada quien ha de hacerla efectiva en sí mismo por la sumisión a Cristo y la búsqueda de su Gracia.

De aquí que el Señor proveyera instituyendo su Santa Iglesia y depositando en Ella los siete Sacramentos, de los cuales el Bautismo es la cura radical que nos engendra a la vida sobrenatural. Con base en este Sacramento, esta vida es conservada, aumentada y hasta recuperada si se pierde la gracia inicial.

Cristo se da a Sí mismo en comida y en bebida para nuestras almas, y para que nada falte, nos espera la resurrección de nuestros cuerpos a modo y modelo de la gloriosa resurrección de Cristo.

El Espíritu Santo, que complementa, amplía y vivifica la obra de Cristo, nos infunde las virtudes teologales, las virtudes cardinales, sus dones y sus frutos, y nos participa, conforme nuestra vocación en orden a la edificación de la Iglesia, los Carismas para hacernos instrumentos aptos de su acción fecunda en las almas. Esto es sólo un anticipo de la Bienaventuranza. En el cielo será la consumación y plenitud eterna por la posesión de Dios.

"¡He aquí al hombre convertido en uno de nosotros ... !", exclamó el Señor al expulsar del Paraíso a nuestros Padres, para ponderar sus frustradas pretensiones (Gén. III-22). Mas después de la Redención y de la venida del Espíritu Santo, esa frase que sonó antaño como latigazo de vergüenza, se convierte por los méritos de Cristo en una realidad gloriosa para el Redentor y beneficiosa para los redimidos.

¿Es posible que ante esta grandeza permanezca yo indiferente?

¿Será justo perder todos estos dones, la vida divina de la gracia, por el inmundo capricho del pecado?


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SEXTO DÍA.
La Salvación de mi alma. Mi santificación.



El plan divino de nuestra salvación luce esplendoroso y magnífico ante mi libre voluntad. Tengo capacidad de escoger.

Mi destino es glorificar a Dios y en esta glorificación está mi perfección en esta vida y mi eterna salvación en la otra. Los magníficos tesoros de la gracia, puestos a disposición de mi voluntad, me invitan al servicio divino y me elevan al plano de lo sobrenatural, en el cual la gloria que rendiré a Dios será adecuada a Su Divina Majestad, no por venir de una miserable creatura sino por estar saturada de los méritos infinitos de Cristo.

Optar por lo contrario, servirme a mí mismo, subyugar a las creaturas para gloria y gozo propio, sería sustraerrne al servicio de Dios; mas no podría mi obstinada voluntad sustraerse a rendir gloria al Creador. Pues habiendo sido creado esencialmente para glorificar a Dios, este fin esencial debe cumplirse cualquiera que sea el camino que yo tome: glorificaré su misericordia en el cielo si le sirvo de grado, o glorificaré su justicia en el infierno si por desgracia me rebelo y me adhiero a sus enemigos.

Si esta es la condición esencial de mi existencia, ¿por qué he de sufrir un detrimento personal, irremediable y eterno, cuando puedo con gran facilidad y ventaja perseverar en la amistad divina y salir eternamente ganancioso?


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Además, se impone la gratitud. Urge la correspondencia a la liberalidad divina que, siendo eterna e infinita, es inexhaustiva. Sus dones y bondades no solamente me proporcionan la salvación sino que aumetan la calidad y capacidad de mi alma y me adornan, me santifican, me hacen cada vez más semejante a Jesús, divino modelo de todos los redimidos.

El mismo Cristo me urge con su amor (Cf. II Cor. V-14) y me apremia a esforzarme sin desmayo a una santidad que es proporcionalmente calcada en la perfección del Padre Celestial (Cf. Mth.V-48).

Avanzar este camino, aprovechar en su profundo sentido los Sacramentos y demás medios espirituales que la Iglesia pone a mi disposición, (v. gr. buscar en la Confesión la Contrición más que la atrición, y perfeccionar la Contrición llegando hasta la Compunción); crecer en virtud hasta el heroísmo, es lo que la Escritura y la Tradición llaman con el nombre de Santidad.

El santo no fue jamás un ser de miras mezquinas ni de anhelos raquíticos ni de una mediocridad acomodaticia. Los santos fueron almas generosas y amantes del sacrificio, ajenas a este mundo y decididamente entregadas a Dios. Es que a la grandeza del don de Cristo debe corresponder la capacidad de receptibilidad del ser a quien va dirigido ese don.

San Pablo se propone a sí mismo como ejemplo e imitación de Cristo: "Sed mis imitadores como yo lo soy de Cristo" (I Coro XI-1), y nos confía su transformación por la Gracia al rebelarnos: "Vivo, mas no soy yo quien vive sino es Cristo quien vive en mí" (Gal. II-20).

Dar lugar en mi alma a que Cristo viva y piense y ame y escoja y actúe en mí y por mí, es el desprendimiento inicial para alcanzar la santidad, que es la consumación en el amor.


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