jueves, 6 de marzo de 2014

Devocionario para Cuaresma y Semana Santa (cont).

TERCER DÍA
El pecado, independencia fatal.



En esta inversión de valores, dando a las criaturas la gloria que debo a Dios, constituyéndolas mi fin cuando que deben ser mis instrumentos y vehículos para unirme a mi Creador, estriba el mayor desorden que puede darse.

Esto ocurre por una falsa apreciación de las cosas y por una traición a la voluntad divina.

Dios ha impreso en lo más íntimo de mí ser, la ley natural, que valora lo sensible y contingente en comparación con lo permanente y sobrenatural, y que busca la seguridad en las decisiones, ansía una permanencia ilimitada en plenitud de vida y espera recompensa o castigo de un ser supremo.

Conforme a estos principios de la Ley Natural, nadie puede ignorar que las criaturas, convertidas en fin, han sido pervertidas en su finalidad; y que el hombre no puede hallar en ellas la felicidad verdadera. "Nos hiciste para Tí, Señor - decía San Agustín- e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti".

Si a esta apreciación y sentimientos naturales añadimos el conocimiento y la profesión del Decálogo, ese apartamiento de la voluntad divina se hace inexcusable. Tanto en uno como en el otro caso, resulta ofensivo a Dios. A esto llamamos "pecado"; su definición la ha dado San Agustín en estos términos: "Apartamiento de Dios" y adhesión a las criaturas".

Es indudable que por este camino errado me aparto de mi verdadero fin, y tanto más me alejo cuanto más avanzo. De ahí que sea más fácil volver al verdadero camino en el principio de la aberración que en sus finales, pues el final de una vida materializada esta tan lejos de Dios, que trae como lógica consecuencia el endurecimiento del corazón y la impenitencia final.


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Pero ... ¿por qué se aparta el hombre de su Creador y quiere echar raíces en esta tierra y adherirse a sus atractivos sensibles?

La historia es larga, y hay que tomarla desde sus principios.

Antes de crear el tiempo y la materia, creó Dios a los Ángeles, espíritus puros dotados de las perfecciones que corresponden a su naturaleza angélica.

En el mismo instante (si acaso es lícito hablar de instante en la eternidad) les dió conciencia plena de su ser, su perfección y su misión de glorificar a Dios, y mediante esto obtener el premio de la visión beatífica. Bastaba un acto de su voluntad; una sujeción voluntaria y un sí firmísimo, para quedar confirmados en gracia y pasar al gozo de la esencia del Creador; de lo contrario, serían confirmados como rebeldes y castigados eternamente. De todo esto tuvieron plena conciencia en ese "instante" de su aparición en el ser.

Mas uno de ellos, Luzbel, henchido de soberbia al saberse existente y de belleza y perfección superiores a todos los demás Ángeles, negó su asentimiento y contagió de su soberbia a la tercera parte de los Ángeles. En ese mismo instante fue precipitado con sus seguidores al castigo eterno (Jud. 6) y fueron llamados "demonios". (Cf. Is. XIV-12-15; Luc. X-18; Apoc. XII-7-9).

Al crear Dios su obra material en el tiempo y al colocar en el Paraíso al hombre, dotado de alma inmortal, la envidia del demonio sedujo a la mujer y por la mujer al primer hombre, y ambos desobedecieron la orden divina, que era condición para su confirmación en gracia y la de sus descendientes (Cf. Gén. III; Sap. II-24).

El pecado del hombre y su castigo trastornó el orden creado, y quedó la humanidad heredera de la misma culpa (pecado original) y como inclinada a lo sensible e ignorante de las cosas divinas (concupiscencia). Aunque auxiliada por la Ley Natural y la Gracia Actual, quedó carente de la Gracia Santificante y siente tal inclinación a la criatura, que le precipita al abuso.

Sin embargo, el hombre permanece claro en su entendimiento y dueño absoluto de su voluntad. En esto estriba su responsabilidad y la imputabilidad de su apartamiento de Dios y de su adhesión a las criaturas.


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CUARTO DÍA
La restauración del orden. Redención.



El triste estado del hombre, desterrado y errante por este mundo, la inminente pérdida de las almas y el derecho que adquirió el demonio sobre Adán y sus hijos, movieron a la divina misericordia a rescatarlo.

En el seno de la Santísima Trinidad, que había dado decreto de crear al hombre a imagen y semejanza Suya, fue también emitido el decreto de la restauración del hombre caído de su primitiva grandeza.

El hombre había caminado hasta entonces iluminado solamente por los principios de la Ley Natural. Dios, tomando de los méritos de un Redentor que aún no había padecido auxiliaba al hombre con gracias actuales. De esta manera las almas recibieron una orientación segura hacia el Creador y luces sobre el uso de su persona y de las criaturas. ¡Pero eran tan pocos los que aprovechaban esta dádiva! y aunque era un don amplísimo y gratuito el que se salvaran en el Seno de los Patriarcas, no llenaba este rescate los planes del Creador: su amor por nosotros le pedía unirnos a El indisolublemente en la eterna bienaventuranza.


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La redención se llevó a cabo en la plenitud de los tiempos: "tanto amó Dios al mundo, que le dió a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en El no perezca, sino alcance la vida eterna" (Jn. III-16), y vino el Verbo Eterno con misión de Redentor, y se hizo hombre para darnos de su plenitud gracia sobre gracia (cf. Jn. I-16).


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La restauración del orden implicaba dar plena satisfacción al Padre ofendido por la criatura. Siendo esta ofensa de proporciones infinitas no podía dar satisfacción una creatura por encumbrada que hubiera sido, dada su finitud, su contingencia y la infinita distancia que hay entre la criatura y el Creador. Por eso el Hijo de Dios se ofrece a dar esta satisfacción y a pagar la cuenta de Adán pecador.

Bien hubiera podido satisfacer a su Padre con un solo deseo de su voluntad en el Seno mismo de la Santísima Trinidad; pero no llenaba su Amor infinito aquello que podía su Omnipotencia, y puso ésta a servicio de aquél: "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn. I-14), realizando milagrosamente la Unión Hipostática en el Seno de la Virgen María, y enseñándonos con su vida y ejemplo el culto de su Padre y el camino del Cielo.


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Mas, conforme el plan de la Voluntad Salvífica de Dios, la Redención sería esencialmente un victimato. El pecado debía ser redimido mediante la muerte dolorosa e ignominiosa del Verbo Encarnado, como "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo". Este victimato, que comenzó en el seno de la Virgen y continuó en todos los pasos de su vida oculta y de su ministerio público, tuvo su culmen y consumación en el patíbulo de la Cruz.

¡Cuántas humillaciones, cuántas penas, trabajos y contradicciones, lágrimas y sudores, angustias y agonías costó a Jesucristo la redención de los pecados! Por la humanidad, por el hombre, por nosotros, por mí en particular, Cristo se ofreció como víctima a su Padre y murió en la Cruz.

Tal es el pecado, que para borrarlo hubo de morir el Hijo de Dios.

Tales males y trastornos causa, que para restaurar el orden del plan primitivo del Creador, decretó El mismo la muerte de su Hijo.

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